MARÍA DEL PINO FUENTES DE ARMAS

AHORA que todos estamos a la espera de que acabe el periodo de los cambios de talla, color y modelo, para que en las lunas de los escaparates aparezcan los carteles anunciando las rebajas de enero, yo quiero dedicar unas líneas al pequeño comercio, al de toda la vida, pues hay muchos energúmenos que, tal vez por considerarlo más técnico o más profesional, hablan de las grandes superficies como el no va más de algo que siempre se ha conocido como un gran almacén. ¡Vamos!, una de las tantas tonterías de este periodo de tiempo que compartimos, donde lo que se lleva es utilizar con ligereza términos que la mayoría de las veces desconocemos y que -como siempre hay que buscar culpables- están copiados de grandes eruditos. Como ejemplo citemos a un flamante concejal de la cosa que la pasada semana -iluminado por las deidades- se expresaba en público en estos términos: la filosofía de mi partido respecto a la dinamización operativa de la zona comercial pasa por potenciar la aglutinación de los pequeños comercios en una gran superficie... y ¡oiga! ni se ruborizó. No sé si él sabía lo que decía, pero le echó imaginación.

 

En Canarias hace tiempo que la competencia de los grandes almacenes estrangula a los pequeños comerciantes y, por si fuera poco, ahora se han sumado las tiendas de los chinos. Estos últimos se multiplican como en las películas de terror y ciencia ficción, mientras los de toda la vida, pequeños e incapaces de competir en precios, van cerrando sus puertas uno tras otro, o sobreviven a duras penas. Para estas grandes superficies y para estos comercios de productos a bajo precio no hay zonas delimitadas, como las antiguas reservas de los comanches, ni casco histórico que se les resista ni pueblo por lejano que esté donde no se asienten los de los ojos rasgados, que trabajan y mucho, pero que dañan las maltrechas economías de los locales. El asunto en época de crisis escuece, sobre todo, si se tiene en cuenta que el pequeño comercio, amén de dar de comer a las familias que a él se dedican desde hace años, proporciona vida a las calles y ofrece ese trato personal que nos permite seguir manteniendo una identidad como pueblo. Y cuando estos desaparecen, ya saben lo que nos queda: desoladas manzanas de oficinas y bancos con muchos vigilantes jurado en la puerta, locales vacíos cuyas verjas de seguridad se llenan de cartas que no encuentran al destinatario, de volanderas de propaganda y de basura. Un paisaje frío, hostil, muy de nuestro tiempo, en el que ya no tendremos el rostro sonriente del tendero de siempre, el que nos llamaba por nuestro nombre de pila y que ya se sabía de memoria nuestros gustos.

 

Respecto a los grandes almacenes, vaya por delante que nada tengo contra su existencia, es más, me gusta perderme por ellos, mirar cosas, observar a la gente y entretener a las dependientas de las secciones de perfumería, que siempre van maquilladas como mujeres fatales. Aunque les confieso que me molestan las caras de desconfianza de los de seguridad, que te miran como si te consideraran una sospechosa, y que me fastidia hacer una larga cola para poder pagar los disquetes de ordenador, la única cosa que siempre encuentro a buen precio.

Habrá que hacer algo, digo yo, para solucionar la cosa. Mienten aquellos que sostienen que esta situación es inevitable y que nada puede hacerse por dinamizar en el sector del pequeño comercio. Lo que hace falta es la voluntad de hacerlo, de mantener ese punto del orgullo local, de la estética, de la identidad y hasta de la decencia, pues tras la implantación de grandes locales comerciales y sus oportunas licencias de aperturas se han cocinado algo más que habas (y a buen entendedor con pocas palabras basta). Hay que extremar la prudencia a la hora de conceder las nuevas autorizaciones, hacerlo de un modo racional y teniendo en cuenta la densidad demográfica de las poblaciones, siempre con cuentagotas y a ser posible en las afueras, todo ello en aras de evitar que las calles y barrios tradicionales pierdan su ambiente, su sabor y su vida, con esos carteles multicolores de cadenas de hamburgueserías o con cientos de flores plásticas que a modo de reclamo inundan las aceras. Son muchos los dirigentes públicos, independientemente de la filosofía del partido (ver el primer párrafo), que asienten ante cualquier propuesta que suene a inversión, sin que nadie se moleste en hacer estudios de las repercusiones a largo plazo en el turismo, la economía local o el sentido de la estética que el asunto va a traer consigo.

Parte de culpa tenemos también los consumidores, los que nos quejamos de que los viejos barrios y las hermosas calles de nuestras ciudades se mueren cada día. Pero somos incapaces de seguir también fieles al comercio de la esquina, a la librería de toda la vida, o a la carnicería de Benito, porque es más cómodo, más divertido ir a esa gran superficie cuyas acciones cotizan en bolsa y cuyos beneficios se van de Canarias. Y a mí, qué quieren que les diga, me sigue gustando que me llamen por mi nombre en la tienda de toda la vida.

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